El peso de creerse perfecta

Priscilla vestía un elegante traje de dos piezas, lo que la hacía lucir como una ejecutiva de alto rango salida de una película típica de Hollywood. Llevaba unos anteojos sofisticados que acentuaban su mirada intelectual, y un peinado tan rígido que no permitía que un solo cabello estuviera fuera de lugar.

“Me encanta planificar mi vida, me encanta saber qué voy a hacer, cuándo lo voy a hacer, cómo y quizás con quién. Solo así me siento viva”. “¿Y entonces cuál sería tu problema?”, le pregunté. Ella me comentó: “Siento un cansancio tremendo de todo”.

Priscilla había sido una hija ejemplar, destacada en los estudios escolares y universitarios. Siempre fue un referente para quienes se cruzaban en su camino empezando por sus padres. Cada uno, por separado, podía llamarla una vez al día para contarle lo que hacían y preguntarle cómo debían proceder. Y Priscilla, muy pacientemente, les aconsejaba.

Últimamente -me decía-, no tenía ganas de levantarse por las mañanas. Y que por las noches sentía como «si un camión le hubiera pasado por encima».

“¿Alguna vez pensaste en ser solo la hija de tus papás?”, le pregunté.
Ella me miró con una expresión extraña, y luego respondió: “Es que ellos me necesitan”.

“¿Tienes más hermanos?”
“Sí, tres más, que son mayores.”
“¿Y ellos pueden ayudar a tus papás?”
Ellos solo les dieron dolores de cabeza cuando eran chicos.”

“Entonces, sientes que tenías que ser la salvadora, la ‘Super Girl’ de tus papás. Te transformaste en la hija perfecta para compensar todas las preocupaciones que tus hermanos les causaron. ¿Te parece justo que, siendo la más chica, hayas actuado como la más grande, incluso más que tus propios padres que llegaron a este mundo al menos treinta años antes que tú?”

Priscilla comprendió con estas palabras el origen de su profundo cansancio. Sus ojos se humedecieron y comenzó a llorar lágrimas de agotamiento.

“Llora —le dije—, por todos estos años. Llora por todo este cansancio, para que lo limpies y le permitas partir y salir.” Y ella lloró, libremente, durante unos minutos.

Al final fue sintiendo que su pecho se iba soltando y a la vez se inflaba con cada respiración profunda. Se tocó la cabeza y, con los dedos, empezó a mover su cabello, soltando también la rigidez que allí guardaba hasta que su pelo se volvió largo y libre.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *